Percepción e interpretación del espacio físico

Es cierto que se necesita mucho más que un GPS para poder ir de un lugar a otro.

Antes debemos saber en dónde estamos y a dónde queremos ir para poder trazar el camino. ¿verdad?

Cuando estamos en un área verde de grandes dimensiones puede que en algun momento nos desorientemos y no sepamos para dónde ir o dónde estamos.

Un mapa y un elemento significativo como un monumento o una fuente puede ayudarnos a establecer nuestra posición.

Nuestro cerebro tiene muchas estructuras (herramientas) que cuando funcionan bien nos ayudan a interpretar el espacio, saber a dónde vamos, etc.

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Continuando…

Nuestro cerebro construye mapas invisibles del espacio usando células especializadas que funcionan como brújulas, medidores de distancia y marcadores de ubicación. Conocer cómo operan y aplicar esos saberes de la neurociencia para crear parques y jardines hará que mejoren la orientación, reduzcan la ansiedad y potencien el bienestar.

Como te anticipaba, nuestro cerebro construye mapas invisibles del espacio usando diversas herramientas biológicas que te detallo a continuación y que las veremos aplicadas a un jardín sanador o terapéutico.

En el hipocampo, las células de lugar actúan como marcadores GPS, activándose cuando estamos en sitios específicos (como si una neurona gritara: “¡estamos junto al árbol de magnolias!”). Cerca de allí, en la corteza entorrinal, las células de red trazan patrones hexagonales que miden distancias y direcciones, como una cuadrícula invisible. Y en el tálamo, las células de dirección funcionan como una brújula interna, indicando hacia dónde miramos o nos movemos. Estos sistemas, combinados con la vista, el oído y el tacto, nos permiten navegar el mundo… hasta que algo falla.

En personas con enfermedades neurodegenerativas, TEA o TDAH, este “GPS cerebral” puede desorientarse. Ahí entra el neuropaisajismo: diseñar jardines que compensen esas dificultades usando estrategias basadas en cómo el cerebro percibe y organiza el espacio.

Con ello regresamos a un tema del que ya he escrito, la accesibilidad cognitiva en las áreas verdes, que considerará estos aspectos en el diseño de jardines.

La clave está en la claridad estructural. En un jardín terapéutico se evitan los laberintos y optar por senderos circulares o con inicio y fin visibles. Incluye hitos reconocibles: una fuente, un árbol singular o macizos de flores que sirvan de referencia, imitando cómo las células de lugar anclan nuestros mapas mentales. Para personas con TEA o TDAH, la señalética con iconos y colores suaves (evitando contrastes agresivos) reduce la sobrecarga sensorial y guía sin abrumar.

Pero un buen diseño va más allá de lo visual, la integración multisensorial.

Nuestro cerebro es un maestro en mezclar información de los sentidos para crear una imagen coherente del espacio que nos rodea. Imagínalo como un director de orquesta que combina lo que ven tus ojos, lo que captan tus oídos y lo que siente tu cuerpo para decirte dónde estás y cómo moverte.

Todo empieza con la visión, que nos da datos clave: dónde están los objetos, qué tan lejos están y cómo se relacionan entre sí. Lo hace usando trucos como la visión binocular (esa que nos permite calcular distancias gracias a tener dos ojos) y pistas monoculares, como la perspectiva o las sombras, que nos ayudan a entender profundidad incluso con un ojo cerrado.

Pero no todo es ver. La audición también juega un rol crucial. ¿Alguna vez has localizado a alguien solo por su voz? El cerebro compara diferencias mínimas en el tiempo e intensidad del sonido que llega a cada oído para triangular de dónde viene. Es como tener un sistema de sonido surround integrado en el cráneo.

Y luego está el tacto kinestésico: esa capacidad de sentir tu cuerpo en el espacio. La propiocepción (que te dice si tu brazo está extendido o flexionado) y la somestesia (que detecta presión o texturas) son como sensores internos que actualizan constantemente tu posición. Gracias a ellos, sabes si estás inclinado hacia un lado o si tu pie pisa hierba húmeda en vez de grava.

Esta mezcla de sentidos no solo nos dice qué hay “ahí afuera”, sino que mantiene un mapa en tiempo real de nuestro cuerpo en movimiento. Es lo que evita que tropieces al caminar mientras miras un árbol, o que calcules automáticamente la fuerza necesaria para agarrar una rama.

Para completar este artículo solo me queda responder la pregunta ¿Cómo podemos favorecer la orientación y la memoria espacial? Es decir, que el jardín guíe sin palabras.

Usemos la imaginación para ponernos en situación.

Vas caminando por un jardín que se siente como un viejo amigo. Donde los senderos te guian con familiaridad, las plantas susurran historias, y cada rincón tiene un propósito claro. No es magia, es neurociencia aplicada al paisajismo, creando espacios que el cerebro reconoce, recuerda y abraza como refugio.

La clave está en rutas que enseñan sin esfuerzo. Piensa en un sendero circular que parte de una fuente, rodea un huerto de hierbas aromáticas y regresa al punto inicial. Este bucle no es casual, cada vez que alguien lo recorre, su hipocampo (esa región cerebral que actúa como cartógrafo interno) refuerza el mapa mental del lugar. Para personas con Alzheimer o demencia, esta repetición amable se convierte en un salvavidas cognitivo. ¿La razón? El cerebro adora la previsibilidad, saberse en un espacio que no esconde sorpresas angustiosas reduce la ansiedad y devuelve un pedacito de autonomía.

Pero no se trata de monotonía. Un buen diseño juega con el ritmo, por lo tanto añade hitos que marquen hitos en el camino, como un manzano centenario o un banco azul. Estos elementos funcionan como postes de luz en la memoria, guiando incluso cuando la mente nubla las coordenadas.

Y aquí viene el truco maestro, si el sendero conecta zonas temáticas (un huerto, un área de descanso bajo un palo borracho, un rincón de aromáticas), el cerebro teje una historia espacial. Así, avanzar se vuelve un relato en el que “primero recolectamos albahaca, luego descansamos a la sombra, finalmente regresamos”.

En un jardín para adultos mayores, puedes probar con algo hermoso: una “zona de recuerdos” con rosales, menta y geranios. Plantas que huelen a infancias en patios argentinos, a tardes de mate con abuelos. (lo sé, un ejemplo muy local). Los usuarios no solo se orientan mejor, sino que empiean a contar historias.

Así, el espacio deja de ser un lugar para convertirse en un disparador de identidad.

¿Y para TDAH o autismo? Aquí la organización temática es clave. Agrupar plantas por colores (un sector de lavandas moradas, otro de margaritas amarillas) o funciones (flores que atraen mariposas, hierbas medicinales) le da estructura al caos sensorial. Es como dividir un libro en capítulos que el cerebro procesa mejor la información cuando el jardín tiene “páginas” reconocibles.

El éxito está en el equilibrio entre orden y sorpresa. Un sendero circular predecible, pero bordado de texturas cambiantes (césped suave aquí, gravilla crujiente allá). Un camino que siempre lleva de vuelta al inicio, pero con pequeños tesoros en el trayecto. Una fuente donde lavarse las manos, un cartel con pictogramas que invita a respirar hondo. Así, el cerebro recibe la seguridad de lo conocido y el estímulo de lo nuevo, sin sobresaltos.

Al final, estos jardines permiten ser navegados y orientan a sus usuarios.

Podríamos decir también que no son solo terapéuticos, sino libros abiertos que el cerebro lee con los pies. Cada paso consolida memorias, cada aroma activa conexiones, cada curva del sendero entrena la orientación. Y cuando un adulto mayor con demencia logra caminar solo hasta el banco de los geranios, sin perderse, no es solo un triunfo del diseño. Es la prueba de que, cuando el espacio habla el lenguaje silencioso de las neuronas, la memoria florece donde menos lo esperábamos.

Ahora seguramente se te han generado nuevas incógnitas respecto al diseño accesible de las áreas verdes, y me alegro porque en la búsqueda de las respuestas estarás trabajando por un mundo mejor.

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