Corría la primavera de 2018 cuando me llamaron para evaluar la instalación de un jardín vertical en un centro geriátrico. Lo hicieron por varias razones.
La primera razón era un pequeño espacio angosto destinado a jardín. Se trataba de un jardín contemplativo, ya que no se podían realizar actividades allí (apenas tenía lugar el jardinero para las tareas de mantenimiento). Sin embargo, era visible desde el gran comedor y la sala de estar ubicados en la planta baja.
La segunda razón era aún más significativa; uno de los muros del patio pertenecía al edificio de tres plantas, y albergaba las ventanas de las habitaciones donde vivían personas con deterioro cognitivo grave y otras que permanecían postradas en una cama. El único paisaje visible a través de esas ventanas era un muro blanco, apenas matizado por los parches de sombra que proyectaban las hojas de los árboles de la calle.
Triste, ¿verdad?
Fue entonces cuando la propietaria, quien había sido alumna de uno de mis talleres de jardines verticales, me contactó para evaluar la posibilidad de instalar uno de grandes dimensiones para que desde todas esas habitaciones se viera el verde de la naturaleza.
La sola idea me llenó de alegría, como podrás imaginar. Pensar que algo tan simple como un muro cubierto de verde pudiera transformar la vida cotidiana de tantas personas me conmovió profundamente. Era como si el propio Roger Ulrich le hubiera susurrado al oído, inspirándola a imaginar un entorno donde la naturaleza pudiera sanar, incluso desde la ventana de una habitación.
En este artículo, quiero compartirte cómo la instalación de jardines verticales, y también su variante más íntima, los cuadros verdes del tamaño de una ventana, puede acercar la naturaleza al corazón mismo de quienes más la necesitan: nuestros adultos mayores.
Como bien sabes por mis otros artículos sobre neuropaisajismo y jardines salutogénicos, un jardín es mucho más que un conjunto de plantas. Es una herramienta poderosa para el bienestar.
Cuando llevamos esta idea a la verticalidad, especialmente en centros gerontológicos donde el espacio puede ser limitado, abrimos un mundo de posibilidades terapéuticas. Pero, ¿cómo asegurarnos de que estos jardines verticales sean realmente efectivos y coherentes con una visión salutogénica e inclusiva?
El secreto no está simplemente en “poner verde”, sino en diseñar con intención. En pensar cada elemento como parte de un entorno que acompaña, estimula y reconforta.
Imaginá el jardín vertical como un lienzo sensorial, compuesto cuidadosamente para despertar los sentidos sin abrumarlos:
- Texturas que invitan al tacto, desde lo suave hasta lo levemente rugoso.
- Formas y colores que calman: el verde como base, con pequeños toques florales que atraen la atención de manera suave.
- Aromas familiares y sutiles, como el orégano, la menta o el tomillo, que evocan recuerdos y generan bienestar.
Todo debe buscar el equilibrio. No se trata de impresionar, sino de acompañar.
Pero no solo estimulamos los sentidos. También buscamos conectar emocionalmente. La elección de las plantas no es arbitraria: ¿y si incluimos esas especies que remiten al jardín de una infancia, a una cocina con hierbas frescas, a un patio de verano? Diseñar un jardín que se sienta seguro y familiar es diseñar también un espacio interior de calma.
La naturaleza tiene el poder de restaurar. Por eso, priorizamos la coherencia visual y la legibilidad del diseño: que la mirada encuentre orden, pero también pequeños focos de fascinación (una textura especial, una flor inesperada) que estimulen sin exigir.
Al elegir las plantas analiza con el personal del lugar qué se quiere lograr con el jardín: ¿promover la relajación?,